lunes, 22 de febrero de 2010

para que el sol siga saliendo

Supongo, que si bien un sacrificado (sacrificable?) antes de su muerte aceptaba con resignación y dignidad su destino, bien disfrutaba sus últimas horas y quizás procuraba desgajar el tiempo para buscar la infinitud que se esconde entre cada segundo. Ahora me preguntas tú, que hago aquí, sentado esperando a que sea más tarde, sin nada que hacer, sin entusiasmo, sin ton, ni son. ¿Pero qué otra cosa podría hacer? No hay más, no tengo prisa de irme al estómago de un dios menor y cínico que a esta hora debe ser un gran flujo menstrual y una mala programación radiofónica.

martes, 16 de febrero de 2010

petitio principii

Todo esta mal, es un hecho. Vamos a poner el suelo parejo. Voy a darme la licencia de decir que estoy cuerdo, sano. Si esto puede ser, quedará la siguiente imagen: Estoy sentado en un páramo donde el pasto está quemado por el sol y no hay nada en kilómetros alrededor. Primer paso, tirarme al suelo y esperar a las estrellas.

jueves, 11 de febrero de 2010

Primera pieza floral: Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos, diciendo diciendo que no hay dios.

Fragmento

[...]
Un atardecer de verano me hallaba yo tendido en un monte de cara al Sol y me quedé dormido. Entonces me soñé que me despertaba en un camposanto. Lo que me desvelaba era la maquinaria siempre en movimiento del reloj de la torre, que estaba dando las once en aquel momento. En el cielo nocturno, que se hallaba completamente vacío, yo buscaba el Sol, pues creía que un eclipse lo ocultaba con la luna. Todas las tumbas estaban abiertas; y las puertas de hierro del cementerio, como si unas manos invisibles las moviesen se abrían y se cerraban. Sombras rápidas, sombras que nadie proyectaba, se deslizaban por los muros, y había otras que se elevaban por los aires. Los únicos que seguían dormidos en sus abiertos ataúdes eran los niños. Del cielo colgaba formando grandes pliegues una niebla grisácea y pesada, parecía una sombra gigantesca acercandose; aquella niebla se parecía a una red y a cada momento se volvía más estrecha y ardiente. Yo oía la lejana caída de los aludespor encima de mí , y por debajo las primeras pisadas de un inmenso temblor de tierra. Dos inacabables notas disonantes, que dentro de la iglesia luchaban entre sí e inútilmente procuraban confundirse con un sonido armonioso, la iglesia oscilaba de arriba y abajo. De vez en cuando un resplandor grisáceo se aproximaba convulso hacia los ventanales y a su luz podía verse como se deslizaban por ellos el plomo y el hierro derretidos. La red de aquella niebla y el suelo oscilante me empujaban dentro del templo; dos basiliscos que desprendían chispas hallábanse apostados en dos setos de plantas venenosas delante de sus puertas. Yo iba avanzando a través de sombras desconocidas en las que estaba impresa la huella de varios siglos.

Todas ellas se hallaban congregadas en torno al altar y a todas les temblaba y palpitaba, no el corazón, sino el pecho. El único muerto al que no le temblaba el pecho era uno que, enterrado recientemente en la iglesia, aún reposaba sobre sus almohadones; en su rostro, cruzado por una sonrisa, quedaba la huella de un sueño feliz. Pero como entraba un viviente, también aquel muerto se desvelaba; y de su rostro desaparecía la sonrisa. Haciendo un gran esfuerzo levantaba sus pesados párpados, pero allí dentro no había ojos, y no era un corazón, sino una herida, lo que había en su pecho palpitante. Alzaba sus manos y las juntaba para rezar, pero sus brazos se alargaban y se desprendían, y las manos aún juntas, iban a caer lejos. Arriba, en lo alto de la cúpula de la iglesia, se hallaba la esfera del reloj de la Eternidad. No aparecían en ellas números que indicasen las horas, la esfera misma era su propia aguja; solo un dedo negro apuntaba hacia allí. Y los muertos querían ver el Tiempo en aquel reloj.

De lo alto descendía hasta el altar en aquel momento una noble figura en la que se advertía un dolor inextinguible. Y todos los muertos gritaban:

- Cristo, ¿es que no hay Dios?

Y él respondía:

- No lo hay

La sombra entera de cada uno de los muertos, y no solo su pecho, se estremecía
entonces violentamente; y aquel temblor iba dispersándolos uno tras otro.

Y Cristo continuaba:

- He cruzado los mundos, he penetrado en los soles, he volado en compañía de las vías lácteas por los desiertos del cielo; pero no hay Dios. Hasta donde llega la sombra del ser, hasta allí he bajado, y he mirado en aquel abismo, y he llamado: “Padre ¿Dónde estás?”, pero lo único que hasta mis oídos ha llegado ha sido el estruendo de la tempestad que nadie gobierna. Y encima del abismo estaba el brillante arco iris formado por los seres, sin ningún sol que lo hubiese creado; y de aquel arco iris se desprendían gotas. Y cuando he alzado la vista hacia el inmenso mundo, buscando el ojo de Dios, el mundo me ha mirado con sus cuencas; estaban vacías y no tenían fondo. Y la eternidad yacía sobre el Caos, y lo roía, y se rumiaba a sí misma. Seguid chillando, notas disonantes, dispersar con vuestros chillidos las sombras. ¡Pues Él no existe!

Igual que un vaho blanco al que el frío helado ha dotado de forma, se deshace ante un soplo cálido, así se desvanecían aleteando aquellas sombras descoloridas; y todo quedaba vacío. En el templo penetraban entonces, cosa terrible para el corazón, los niños muertos, que se habían desvelado en el camposanto; se prosternaban ante la elevada figura que estaba en el altar y decían:

- ¡Jesús!, ¿es que no tenemos padre?

Y llorando a lágrima viva, Jesús respondía:

- Todos nosotros somos huérfanos, ni yo ni vosotros tenemos padre.
[...]

Jean Paul Richter

martes, 9 de febrero de 2010

mitologías 1

[algunos átomos de erotismo, recortados por la misma situación del espectáculo, son absorbidos en un ritual tranquilizante
que borra la carne de la misma manera que la vacuna o el tabú fijan y contienen la enfermedad y la falta]
r. barthes